El artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho a la vivienda como parte del derecho a un nivel de vida adecuado que aseguro la salud y el bienestar para uno/a mismo/a y su familia. A su vez, la Constitución española también lo hace en el artículo 47 y, de hecho, cuando presenta el derecho a la propiedad privada la vincula con la función social que le corresponda (en este caso, una vivienda tiene que ser un lugar donde residir). En otras palabras, todo el mundo tendría que tener garantizado el acceso y el mantenimiento de un hogar digno donde resguardarse y desarrollar su trayectoria vital, y nadie tendría que poder especular con la disponibilidad de este derecho básico como si ese lucro individual no tuviera ninguna repercusión colectiva.
Aun así, el margen de interpretación del ordenamiento jurídico ha sido aprovechado por algunas corporaciones dedicadas a acumular viviendas y moverlas o congelarlas en el mercado financiero a conveniencia propia. Así, en los últimos años, la sofisticación de esta práctica ha beneficiado enormemente empresas privadas como los bancos, los fondos buitres y las plataformas de alquiler vacacional, que van marchitando casas y personas sin miramiento.
Parecía que este operativo sólo afectaba gente que ya vivía en situación de exclusión social, que tenía una incidencia marginal. Las estadísticas, sin embargo, manifiestan que se trata de un entramado financiero que perjudica el conjunto de la sociedad. Ahora bien, ¿cuál es el relato de los medios de comunicación y de las entidades involucradas al respeto? ¿Y cuáles pueden ser las consecuencias si la ciudadanía legitima ese discurso? Para responder estas preguntas revisaremos la trayectoria reciente del negocio inmobiliario.
La trayectoria reciente del negocio inmobiliario
Durante la primera década del siglo XXI, en el estado español se construyó una media de 707.000 viviendas nuevas en el año, con un aumento de los precios de compra de entre el 10 y el 15%. Para acceder, se pedían préstamos hipotecarios y los bancos los concedían a la ligera con cláusulas abusivas encubiertas. El impacto ambiental por la expansión urbana y la gentrificación que se derivan son, o no, harina de otro costal.
Ese modelo económico provocó una burbuja que al estallar abocó a muchas familias a la calle e, incluso, a algunas personas al suicidio por la desesperación de tener que abandonar vínculos y hogar y no encontrar
tampoco ninguna alternativa habitacional. En el 2014, en el partido judicial de Alcoy que incluye a los pueblos del Alcoyano y el Comtat, 45 familias fueron desahuciadas por no poder encarar el pago de la hipoteca y 52 por el alquiler (un desahucio cada cuatro días). En Valencia capital, 633 y 1044 respectivamente (más de cuatro desahucios cada día). En comparación con la década anterior, el índice de expulsiones forzosas por alquiler se mantuvo mientras que aumentó el número de desahucios de clases medias propietarias. Hipotecarse había dejado de ser una garantía de estabilidad.
Además del trauma social por la violencia con que se ejecutaban las expulsiones, se dio otro efecto colateral. Se orquestó un trasvase del patrimonio inmobiliario hacia las entidades financieras. Consecuentemente, el alquiler se convirtió en una alternativa a considerar. Sin embargo, desde 2015 los precios del alquiler han subido borde el 50% en la provincia de València y el 36% en la de Alacant, hecho que no se ha acompañado de mejoras salariales sino más bien de la precarización generalizada del mercado laboral. Por todo ello, el 2019 fueron expulsadas 113 familias al partido judicial de Alcoi y 1133 en la ciudad de València, la mayoría de las cuales eran inquilinas.
Así las cosas, el derecho a la vivienda es todavía un drama cotidiano y, por supuesto, la crisis de la COVID-19 lo empeora todo. Las exigencias y las trabas clasistas y xenófobas de las inmobiliarias para que te acepten como inquilino/na, la perversión de las ayudas al alquiler que aunque bienintencionadas contribuyen a la subida de los precios, la pesada gincana burocrática para cada tramitación, etc. son condicionantes de gravedad para varios grupos poblacionales, como por ejemplo las personas migradas con la esperanza malograda de conseguir un trabajo digno, las mujeres con crianza o personas dependientes a su cargo, y también para la juventud que cada vez aplaza más el momento de emanciparse. Quién puede recibe ayuda de los progenitores, hereda la casa de algún pariente o comparte piso perennemente.
Las más afectadas
Aun así, hay quienes no tiene esos recursos y, ante la imposibilidad de encontrar un techo por las vías convencionales, acaba forzando la puerta de una casa propiedad de un banco, una SOCIMI o uno fondo buitre que la tenía deshabitada desde hacía años a merced de la especulación. No es demagogia: todos los datos de las fuentes rigurosas que tenemos al alcance reflejan que quien se encuentra en esta disyuntiva suelen ser familias vulnerabilizadas (con frecuencia monomarentales víctimas de violencia machista y estructural), que el fenómeno de la ocupación afecta un porcentaje ínfimo de los inmuebles que componen el parque de vivienda (por ejemplo, un 0,14% de todos los de la Comunidad de Madrid) de los cuales la gran mayoría pertenecen a entidades jurídicas y particulares grandes tenedores. Igualmente, ponemos en entredicho que ninguna persona elige libremente para sí misma y su familia exponerse a la angustia que comporta volver a ser desalojada en cualquier momento. Por eso, con el refuerzo de los servicios de mediación, ONGs y asambleas vecinales, se intenta formalizar el domicilio de las personas afectadas negociando un alquiler asequible con las entidades propietarias; desgraciadamente, suelen negarse en rotundo: ni tú que habitas y cuidas la casa, ni nadie. Mantener un piso vacío y decadente tiene más interés que facilitarle a una familia cobijo.
En 2019, el Censo de Personas Sin Hogar hizo un recuento de 788 personas durmiendo al raso en la ciudad de València, en contraste con las 40.000 viviendas vacías según algunas estimaciones técnicas. Llegados a este punto retomamos la declaración sobre la función social de la vivienda con que comenzábamos el texto. Una vivienda tiene que ser un hogar donde desarrollar una vida que merezca ser vivida, sin anteponer su valor mercantil ni cabe otra expectativa especulativa.
El chivo expiatorio: el ocupa
Aun así, es alarmista el mensaje que reproducen los medios de comunicación, partidos políticos y, incluso, nosotras mismas en las tertulias de sobremesa: “los ocupas son un problema de primera magnitud”. Ahora sabemos que se ha empollado una campaña feroz que señala la ocupación como chivo expiatorio para difundir un peligro falaz. Contrariamente, juristas como Dopico o Bosch han explicado públicamente que las historias sobre gente a quien le han irrumpido en su residencia principal durante las vacaciones no tienen nada que ver con la ocupación sino con el allanamiento de morada y que, además, son casos aislados relacionados generalmente con conflictos intrafamiliares de nula relevancia a los juzgados. También han reiterado que la legislación vigente protege los propietarios de la ocupación. Entonces, ¿por qué se insiste tanto mediáticamente?
Intuimos que se está preparando el camino para exigir modificaciones legislativas que aceleren, todavía más, la ejecución de los desahucios con el beneplácito de la opinión pública. El pretexto es la actual burbuja del alquiler, que apunta ser más dura que la vivida en 2008 y que volverá a promover que las grandes entidades propietarias de inmuebles arrebaten una cantidad ingente de viviendas. En resumidas cuentas, se pretende que los desahucios sean una herramienta rápida a favor de los grandes tenedores insolentes y, veladamente, contra las personas hipotecadas, inquilinas y ocupantes. De nuevo las casas que habitamos participarán de un baile de máscaras involuntario donde cambiarán de amo como quien intercambia cromos para agrandar su colección. De nuevo las casas de alguien, de cualquiera, serán las casas de ellos, los hogares de nadie
Casas de todas
Sin embargo, tenemos motivos para animarnos. Por un lado, la desmercantilización de la vivienda se abre paso mediante experiencias comunitarias vigorosas como son las cooperativas de vivienda en cesión de uso. Por otro lado, cada vez más vecindario se organiza para parar los desahucios y acompañar las personas de su barrio que sufren este proceso tan agónico. La presión popular ha compelido a la adopción de normativas potentes como la Ley de la Función Social, la ley para permitir la intervención pública en procesos obscenos de grandes ventas de vivienda (tanteo y retracto) al País Valenciano, y la regulación de los alquileres en Cataluña. También, durante el confinamiento, las redes de apoyo mutuo se multiplicaron por todo el territorio demostrando que la autogestión y la solidaridad nos son orgánicas y fundamentales. En definitiva, cuando las personas más vulnerables y las que se autoperciben como clase mediana se unen y entienden que comparten intereses, pueden construir una sociedad más justa y apetecida para todas y todos. Entonces, la reparación de la dignidad individual y colectiva será inminente.